
Claudia Faci
En aquel parque, ya sin colillas, encontró rota una de las dos cuerdas que sujetaban la base del columpio. Intentó anudar la fina soga para sentarse y conseguir balancearse mientras esperaba una vez más, la cita que nunca alcalzaría. El nudo de ocho, que su padre le había enseñado, aguantó lo suficiente mientras comía cerezas en el asiento y sus pies le balanceaban. Tal vez su contacto consiguiera allanar el paso que los tallos de cerezas obstaculizaban, pero allí donde la desantendió no reemprendería su encuentro.
Ahora bien, andar por un radio de diez kilómetros, sin perder de vista las mismas huellas que halló hace años, como buen animal de costumbre, reincidiendo en determinados trayectos, limitandose a ir y venir, le proporcionaba cierta tranquilidad resistiendose a cambiar. Y no solo sus movimientos eran repetitivos, si no también su manera de pensar. Permitir que su pereza mental dominara su comportamiento, apareciendo una serie de trucos que le permetían decidir rápidamente y disminuir una reflexión profunda, coincidiendo con la incapacidad de reconocer los propios errores, le hacían no levantarse del columpio. Solo tenía que aprender a dejarse vencer poco a poco, entrenando los gestos más cariñosos o soberbios o ásperos, consiguiendo el perfecto atavío.